-¡Colombia duele!
Me dijo mi profesor del bachillerato, el licenciado Jaime Chacón y se le ‘encharcaron’ los ojos. Hizo el esfuerzo, sé que lo hizo, pero la fuerza de sus sentimientos lo venció. Tomó el pañuelo que hasta ese momento permanecía olvidado en el bolsillo del saco, lo desdobló con cuidado, con la mano izquierda se retiró las gafas y con la derecha se secó las lágrimas muchas veces, antes de ejecutar el proceso inverso.
Cuando el trapo quedó listo y guardado, Chacón me clavó la mirada y me dijo:
-Escriba sobre eso, usted algún día será un buen escritor. Escriba sobre eso, pero comience por donde se debe, empiece por contar sobre el asesinato de ‘Mamatoco’ porque es ahí donde inicia la orquestación del magnicidio de Gaitán, es en ese momento cuando quien disparará en su contra años más adelante comienza a cargar su alma de odio y su revólver de plomo.
Porque, vea Urías, una cosa hay que entender y hacerle caer en cuenta a la gente: a los hombres como Gaitán, Pardo Leal, Antequera, Jaramillo Osa o Galán no se les mata con balas, nada de eso, se les asesina con procesos y componendas funestas. Tramas complejas que se originan mucho antes del suceso y que le sobreviven decenas de años”.
Por mucho tiempo, tal vez demasiado, ese episodio permaneció silenciado en mi mente solo para volver hoy, tal y como le sucedió esa tarde al coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento con el recuerdo de su padre llevándolo a conocer el hielo. Pero esta vez, será la última vez que me duela o me pese tanto porque, por fin, cumpliré la misión que me impuso el maestro.
De Gaitán:
A Gaitán lo mataron de tres tiros, aunque los disparos fueron cuatro, pero hubiera bastado uno solo. Nos han enseñado siempre que quien disparó fue un desquiciado de apellidos Roa Sierra. Hasta telenovelas y películas se han hecho usando ese argumento. No entro a discutir si esas versiones son ciertas, es mi “profunda convicción interior”, sin embargo, que no, que a Gaitán le dispararon cientos de miles de sujetos, infelizmente, nunca he tenido acceso al informe forense por lo que se me dificultad precisar cuántos.
De nuevo, si fue uno, dos, tres o mil tiradores no importa, lo que está claro es que el asesinato de Gaitán lo deseaban demasiados:
—El propio presidente Mariano Ospina Pérez, y todo el partido conservador, liderado por el famoso “Ovejo”, remoquete que le arrojó como escupitajo caliente de viejo fumador por allá en los años 20s Marco Fidel Suarez a Laureano Gómez una tarde en el Congreso de la República cuando este último, en replica airada le respondió: “lo que pretende su señoría es que votemos este pacto como si fuéramos ovejos”. Sin caer en la cuenta que los ovejos no existen, pues y dicho a la manera de Lope de Vega: los dignos consortes de la oveja se denominan Carneros, tal y como se lo hizo saber el gran lingüista que era Suarez una vez Laureano insistió: “¡Como que no! ¿Y el macho de la oveja?”
—También querían vestir de traje de cedro al gran Gaitán sus “compañeros” de partido. Recordemos lo incomodo que les resultaba a todos esos liberales de nombre, pero godos de pensamiento, el ‘gigante’ moreno de escasos doce centímetros por encima del metro y medio.
Gaitán, por ejemplo, le producía urticaria al marrullero de Gabriel Turbay que nunca se repondría de haber perdido por segunda vez la oportunidad de ser presidente en los comicios del 46, elecciones que sí perdió el partido liberal fue por que quiso y porque se dividió. Turbay y Gaitán hubieran sumado juntos 243.017 votos más que Ospina Pérez, quien a la postre fue el presidente. La primera oportunidad de ceñirse la banda presidencial la había perdido Turbay en el año 45 y por agalludo, pues tenía las mayorías suficiente en el congreso para haberse erigido en el cargo una vez que López Pumarejo dimitió irrevocablemente, pero Turbay, seguro de que ganaría y seria presidente por cuatro años, entre el 46 y el 50, decidió usar la oportunidad para sacar de la carrera al que creía sería su más enconado rival: Alberto Lleras y lo nominó para reemplazar al presidente el año de gobierno que restaba.
Gaitán también le tallaba a Alfonzo López Pumarejo y harto, pero mucho más a sus hijos Pedrito y Alfonsito –este último y con ayuda de la prensa, décadas después, llegaría también a ser presidente y mantendría durante su gobierno las mismas costumbres en las que se hizo maestro como hijo de presidente: es decir, negociar el erario, andar de parranda en parranda, juntarse con los mafiosos pero negarlo y hacer construir carreteras que llegarían a sus fincas-.
De hecho, hay quienes aseguran que la frase icónica de “la restauración moral” encuentra su origen en la crítica de Gaitán al enriquecimiento descarado de los hijos del presidente, gracias a la obtención de dádivas derivadas del ejercicio presidencial, y para quien tenga dudas, le sugiero respetuosamente estudiar el caso Handel –algo muy similar a lo que ocurre con los hijos de Uribe, claro en menor grado, porque Tom y Jerry francamente son descarados-.
Tanto sería el rechazo que les producía “el indiecito” –como a veces le decían a Gaitán- que todos y cada uno de los liberales de abolengo de la época habían fabricado en su conciencia colectiva la idea de que jamás seria presidente, una certeza absoluta que, además, provenía de otro hecho, uno más siniestro y letal; que ya para entonces las balas eran un utensilio regular que se podía comprar en cualquier ferretería de barrio, así que solo bastaba proveer de media docena a un parroquiano despistado y listo: Gaitán para siempre por fuera de la carrera política.
—Otro que estaba interesado en graduar al prócer de muerto era, sin duda, el gobierno gringo a través de la CIA, pero no tenían afán y para probar este punto no tengo un camino diferente al de tirar un par de piedras:
Para el año 48 recién había concluido la II Guerra Mundial, pero ya había comenzado la paranoia americana de librar el mundo del comunismo. Una pelea fabricada por los principales adeptos a la teoría de Goebbels que en realidad creó y postuló un judío “gringo” que nació en Austria y que era sobrino de Sigmund Freud: su nombre, Edward Louis Bernays, el man que puso a fumar las women en Estados Unidos y el autor de un libro impresionante: Propaganda. Teorías estas que, entre otras cosas, advertía de la necesidad permanente de cualquier gobierno de tener un enemigo. Y los políticos americanos, oportunistas como siempre, vieron en el comunismo ese enemigo y se dedicaron sin descanso, primero a crearlo, y luego a combatirlo por todos los medios y en todos los rincones del mundo.
Obviamente, Colombia no podía quedar fuera del circuito y cual “lambón chupa grueso” que siempre ha sido se ofreció a liderar en América Latina la cruzada contra el comunismo. De inmediato, los gringos gustaron de la idea y promovieron para el año 48 la IX Conferencia Panamericana en Bogotá.
La Conferencia, en todo caso, era simplemente una más, ese bombo que algunos historiadores prepagos del platanal le han pretendido dar es mentira, si bien el mismo Marshall asistió al evento, el propio Gobierno de Washington le decía a sus embajadas el 17 de diciembre de 1947 lo siguiente: "el consenso entre varios funcionarios del Departamento consultados para la preparación de este texto es que el comunismo en las Américas es un peligro potencial pero, con algunas pocas posibles excepciones, no es seriamente peligroso en el presente".
—Deseaban también acelerar el viaje a la eternidad del caudillo: la iglesia, que veía en el mestizo a la mismísima representación de Satanás; los grandes terratenientes del país -liderados por quien una década después y durante su oscura presidencia se convertiría en genocida: Guillermo León Valencia-, gentes temerosos de perder las tierras que le habían robado primero a los indígenas, luego a la corona y, finalmente, a la república; la burguesía criolla –sí, los herederos de los contrabandistas que firmaron la primera independencia por allá por 1810-; y –claro- los “carneros y ovejas” amaestradas a punta de biblia en contra del progreso y el devenir de los tiempos, sí, una turba enardecida que se etiquetaba como “conservadora” pero que simplemente era un mezcla de cuerpos ambulantes, vivos sí, pero sin cerebro.
Una muchedumbre conformada por cientos de miles, quizás millones -se dice que nada más en Bogotá del medio millón habitantes de la época, por lo menos un cuarto era conservador. Y teniendo en cuenta el resto del país la cifra se elevaba hasta el 40%, o al menos con ese porcentaje fue que ganó la presidencia del 46 el partido conservador-.
Una masa maleable que desde el periódico El Siglo todos los días sin descanso y, desde los pulpitos católicos los domingos sin falta, se alimentaba de odio. Un odio mortífero que como “palo en la rueda” obstaculizaba a cada instante el segundo mandato –ese si algo progresivo- del Presidente Pumarejo.
Y es en medio de ese amasijo sin forma donde tropezamos con ‘Mamatoco’, un hombre diferente, un “señalado” por los tiempos –como el mismo lo dijera- para cantarle la tabla a los poderosos de su tiempo, para denunciar la corrupción de un gobierno que se podría desde adentro, para ser un Florero de Llorente de carne y hueso.
De Mamatoco:
A Mamatoco no lo mataron: lo tasajearon como a uno de esos pescados desafortunados que sirven frito, con arroz y yuca blanca en Mamatoco, corregimiento de Santa Marta, en la región caribe colombiana, lugar donde nació Francisco Pérez, nombre verdadero del personaje que nos ocupa y que se hiciera celebre como boxeador que –en palabras de Carlos Arturo Rueda C, el locutor que trasmitía en vivo sus peleas- “con su Izquierda noqueaba al que fuera” y a quien irrestrictamente acompañaban sus fanáticos ya fuera en el cuadrilátero primero o en su periódico La Voz del Pueblo un poco después.
Pero, y a diferencia del "tino" Asprilla, Pérez sí era un verdadero intelectual, un ser pensante, alguien a quien le importaban los de su clase. Ya desde los años en que había entrenado a la Policía al hombre se lo veía preocupado por las injusticias que contra los agentes rasos cometían los altos mandos.
Así que apenas pudo y –presuntamente- de la mano del poeta Rafael A. Tamayo (aparentemente el Chibas), abrió un medio de comunicación. Insignificante para las élites de la época, quizás, pero muy bien recibido por el pueblo…de hecho, Mamatoco pronto se hizo célebre por varios aspectos: haberse metido en la cama con Lorencita Villegas de Santos; sus denuncias permanentes contra los altos mandos militares; su noticia medio pornográfica acerca de cómo Pedrito López hijo del Presidente se “echaba al pico” una cajera de los Almacenes Tía en plena tarde noche capitalina y en la mitad del parque nacional –noticia que supuestamente le contó un soldado que después “infelizmente” suicidaron; sus frases contundentes, una de las más dicientes, que su persona “era del, por y para el pueblo”; pero, por sobre todo, por haberse dejado enrolar en una conspiración que –supuestamente- iba a tumbar al gobierno de López Pumarejo y que, a la larga, simplemente resultó en una trampa para asesinarlo.
El crimen fue simple –parecido al modus operandi de los falsos positivos de Uribe que le costó la vida a por lo menos 10.000 jóvenes indefensos entre el 2002 y el 2010 y que se repitieron luego en los gobiernos de Juan Manuel Santos e Iván Duque contra los líderes sociales-; primero, los jefes definieron quien debía morir, en el caso que nos ocupa: Mamatoco, en el caso de Uribe: diez mil jóvenes indefensos; segundo; los militares localizaron a la víctima o las víctimas, lo que en el primer caso fue fácil pues Mamatoco, cada quince días, iba a los batallones a vender su periódico, y en el caso del genocidio de Uribe si un poco más complejo… porque, bueno, no es tan fácil localizar a 10 mil indefensos; tercero, convencieron a la víctima o victimas de seguir las instrucciones del asesino, a Mamatoco no fue tan fácil porque tuvieron que inventarse incluso una posible insurrección contra el gobierno, en el caso de los delitos de Uribe, en cambio, sí un poco más sencillo, pues en medio del mayor desempleo y falta de oportunidades que vivía Colombia en las primeras décadas del siglo XXI, los militares simplemente tuvieron que ofrecer empleo.
Cuarto y último paso: asesinar a la víctima, lo que en el caso de los falsos positivos se hacía en tres pasos, inicialmente emborrachando a la persona, después amarrándole las manos y, finalmente, disparándole una única bala en la nuca que no lo mataba de inmediato sino que le permitía al victimario sádico regodearse con el dolor y el sufrimiento ajeno.
En el caso de Mamatoco, no obstante, el modus operandi se varió algo en lo relativo al cuarto paso, pues el 14 de julio de 1943 quienes serían los autores materiales del asesinato citaron al futuro muerto en la Plaza de Bolívar. Una vez allí, lo instruyeron para ir a la calle 39 con 15, vía el tranvía. No más arribar y ya dos policías lo escoltaron y distrajeron mientras otro de apellido Bohórquez le enterraba 19 veces, a mansalva y por la espalda, un cuchillo que días antes le había entregado oxidado y con orden de afilarlo el mayor Hernández Soler. Mayor que a larga se condenaría como el determinador del crimen.
Pero bueno, ¿qué tiene que ver este asesinato, ocurrido en 1943, con la muerte de Gaitán 5 años después?
Pues nada, pero ese crimen sirvió de excusa para que el ‘Ovejo’ se la montara al gobierno de una manera increíble, tanto que si fuera el guion de una película de acoso periodístico resultaría en extremo difícil de creer: pero así fue, cada mañana El Siglo publicaba – a veces a 8 columnas, a veces a 6, pero nunca a menos de 4- tremendos y explosivos titulares:
“La sangre de Mamatoco es diluvio en que ahoga este régimen de exterminio”. “El asesinato de Mamatoco fue un crimen de Estado, afirma Luis Ignacio Andrade”. “Nosotros creemos que el gobierno dio la orden del asesinato, declara Juan Pérez”…
Cabeceras que caldearon los ánimos a tal punto que al mismo tiempo que Gaitán reunía a sus seguidores para hacerles soñar un nuevo país, a través de sus discursos, los conservadores de segunda línea reunían verdaderas turbas en el parque Santander y las llenaban de odio contra el gobierno. Agitadores entre los que destacaban sátrapas como Silvio Villegas, Gilberto Álzate Avendaño -cuando descansaba de mandar a asesinar huelguistas en Manizales y se venía para Bogotá, y –claro- Guillermo León Valencia -cuando, por fin, soltaba el látigo con que se rumoraba “motivaba” a los campesinos que prácticamente esclavizaba en sus haciendas del Cauca y se venía a la capital a conspirar en el Congreso Nacional-.
Al final, la cosa fue tan abismal que permeó todas y cada una de las estructuras de la sociedad nacional, todas y cada una de las actividades de la Patria, hasta que el presidente, que no quería estar en el cargo desde el día de la posesión –varias meses pasó en licencia, algunas horas preso en Pasto durante un intento de golpe de estado-, al fin, dimitió y el partido liberal se separó en dos vertientes, la del Turbayismo y la del Gaitanismo. Y así divididos se presentaron a la elección del 46 –que como ya se dijo: perdieron-.
Por supuesto que una minoría gobernando siempre genera conflictos, mucho más si esa minoría es ruda y torpe como estaría a punto de demostrarlo el partido conservador que con una explicación ridícula decidió no invitar a la Conferencia Panamericana al más prestigioso abogado de la patria: el doctor Jorge Eliécer Gaitán: “dijeron que no, que el “indiecito” no era experto en derecho internacional” -otra estratagema mostrenca urdida por el mismísimo Ovejo-.
Obviamente, el pueblo no comió cuento y protestó, con tan mala suerte que el blanco de su revuelta no fue quien deseaban: el canciller, a la sazón Domingo Esguerra, único miembro del partido liberal que no había acatado la orden expresa de Gaitán de retirarse del gobierno, sino el embajador de Ecuador que se salvó de ser linchado luego que la turba se percatara de su acento.
Y es en medio de semejante maremágnum de odios espesos y afrentas rastreras que llegamos al 9 de abril del 48… y que será el motivo de mi siguiente presentación ante este pelotón de fusilamiento…
Continuará…
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