El 9 de abril de 1948 no se mató a un hombre, se intentó asesinar a un pueblo (Parte II de III).
El 9 de abril de 1948 no se asesinó a un hombre, se intentó matar a un pueblo. ¡No lo consiguieron! Es cierto, pero la conspiración continúa y se extiende hasta nuestros tiempos. Entender lo que sucedió en ese momento no solamente es una tarea académica necesaria, sino, y más importante aún, la clave para que –algún día- podamos enderezar nuestro destino y devolverle al país el rumbo que merece, el rumbo que una clase política corrompida le ha impedido desde siempre.
Por: Urías Velasquez /twitter: @UriasV (Columna de Opinión)
A Gloria Gaitán, la hija del prócer, no la conozco. Una vez una amiga común me dijo que me la podía presentar -y le creo- fue ella quien me presentó a Gustavo Bolívar, pero, la verdad, no sé si deba conocerla, me aterra la idea de que en su presencia ya no resista más, me quiebre y me eche a llorar, a llorar como lo hacía mi profesor de historia Jaime Chacón cuando hablaba de Jorge Eliecer, a llorar como lo hacía mi abuelo Rubén Darío Ospina (Rubhor Darhor) cuando, al final de las largas tertulias que manteníamos sobre la infausta historia de Colombia, sentenciaba:
-Mijo, no le demos más vueltas, nos mataron al que era, Gaitán era el hombre, Gaitán era el nuestro.
Después de eso, el viejo se levantaba de donde estuviera, llevaba sus manos atrás, con la izquierda atrapaba la derecha y las dejaba descansar sobre sus nalgas apachurradas –apachurradas en razón del largo periodo de tiempo que habían permanecido sentadas- y se ponía a dar vueltas, vueltas sin sosiego, como queriendo irse lejos pero siempre llegando a ninguna parte, tal y como lo hace un animal desesperado, un animal huérfano que no encuentra el consuelo.
Un huérfano que solo había visto a su líder político una vez en la vida: esa tarde inolvidable de febrero del 44 en la plaza principal de Armero cuando el caudillo había lanzado su campaña presidencial para borrar de la patria la inmoralidad, sin saber que años más tarde lo que se borraría seria esa ciudad aquel infausto 13 de noviembre de 1985 en el que un volcán, un rio de barro y unos políticos miserables sembrarían la tierra con 23 mil muertos.
Esa tarde, no obstante, la cosa fue diferente:
-Llovía –me dijo el abuelo-, la noche del viernes 9 de abril de 1948 llovía intensamente, pero no solo agua sino también plomo. La primera proveniente de las nubes cargadas que en ese mes suelen siempre apoderarse del cielo capitalino; y el segundo en formato de balas disparadas furiosamente de las azoteas de los edificios que germinaban por docenas en la Bogotá de la época: eran los francotiradores del pueblo que lo entregaron todo, tanto que lo único que los detenía era que se les acabara la munición. Y de no haber sido así los ochocientos soldados que había de servicio en Bogotá nos hubieran matado a todos, porque le disparaban a lo que se moviera, sin reparo, sin control. Estos ojos que se tragaran la tierra vieron como despedazaban, y por gusto, a las mujeres y los niños que salían en busca de su papito querido que aún no retornaba a casa.
¿Y los muertos? Los había y no por cientos sino por miles: tirados en la calle y produciendo una salmuera de agua y sangre; o reposando en el Cementerio Central donde cuidadosamente los encarraron para que cupieran más; en las estaciones de policía; e incluso en la Plaza de Bolívar. Porque no es verdad que los más de cuarenta indefensos, entre esos: mujeres, niños y ancianos, que ejecutó a sangre fría la guardia presidencial comandada por el teniente Carvajal hubieran sido recogidos en la tarde del 9 de abril, no señor, permanecieron ahí hasta bien entrada la madrugada del siguiente día.
En fin, si no hubiera sido porque el cielo se puso a llorar desesperado la noche en que mataron a Gaitán el incendio de Bogotá hubiera llegado a nuestros tiempos. Llamaradas que, además, expelían aromas que se filtraban por todos los rincones advirtiendo que la cosa era en serio, una exhortación que, sin embargo, no estaba impregnada a cadáver como si sucedería años más tarde y cuando los malos quemaron en pleno día y al costado de la Plaza de Bolívar a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y a los empleados de la cafetería mientras el presidente de la época, el nefasto Belisario, citaba poesía y la putrefacta Noemí Sanín silenciaba los medios de comunicación embutiéndole a los ciudadanos un partido de fútbol entre Millonarios y el Unión Magdalena a través de las ondas hertzianas de la televisión nacional.
A las tres de la madrugada del sábado 10 de abril, por fin, escampó pero sobre el país continuó lloviendo sangre por decenas de años, ¿cien? Tal vez, ¿Doscientos? Ojalá no. En todo caso, los que sean necesarios hasta que la gente entienda que no puede seguir votando por sus verdugos, los hijos y nietos de los que ya en otros tiempo nos jodieron, porque una cosa es bien cierta así a los señoritos que escriben las leyes no les parezca, en Colombia la propensión para ser criminal se hereda. Y cada nueva generación repite con sarna aquello que sus antecesores hicieron. Si mijo, mientras no nos quitemos de encima a los Santos, a Los López, a los Valencia y a sus descendientes, cualquieras que sean la mutación que tome su apellido, seguiremos soportando aguaceros de sangre...
Y así el abuelo intercalaba sus reflexiones políticas y de gobierno con el relato detallado de los sucesos del día que mataron a Gaitán: comenzaba donde él estaba en el momento que la radio nacional comenzó a decir: “atención, atención, urgente, acaban de asesinar a Gaitán” y terminaba cuando hablaba del “rábula” que vendió al muerto y sometió al resto de la nación y para siempre a los intereses y fechorías del criollismo colombiano hijueputa (CCH).
Siempre, claro, incluyendo la descripción que a mí me generaba un nudo en la garganta y a veces me hacía llorar, si, la escena que el abuelo imaginaba -porque nunca la vio- de la pequeña Gloria Gaitán y su madre Amparo Jaramillo solitarias junto al cajón, cuidando a un cadáver que el gobierno también se quería robar.
A mí todo ese relato me hacía recordar otra tragedia nacional, el día que el profesor Umaña Luna, frente al ataúd de su hijo, ese dificil 18 de abril del 98, llorando insistía que era él el culpable de esa muerte pues le había enseñada al ahora occiso a ser un luchador de los derechos humanos en un país donde a uno lo mataban por eso.
Pero que va, el único culpable de esas siete tristezas; la de Chacón, la de Gloria y su mamá, la de mi abuelo, la de Luna, la mía y la de millones de colombianos era y es el CCH que durante siglos nos ha asesinado y saqueado sin descanso.
Pero el relato de mi abuelo se quedaba corto y, por sobre todo, olvidaba varias infamias del CCH que ese día no solo asesinó al mejor de los hijos de la Patria, sino que, adicionalmente, estupró al país entero y, finalmente, y con alevosía, mancilló la historia mintiendo sobre lo sucedido, al inicio a punta de periódicos, noticieros de radio. Y a partir del 51, por medio de los telediarios y, finalmente y en los tiempos modernos, a través de la nefasta RCN, Caracol, RED+, El Tiempo, La Revista Semana, BluRadio, entre otros.
Infamias a las que a continuación me gustaría –si me dejan ustedes- meterle diente en cuatro movimientos tal y como lo hizo Antonio Vivaldi en su obra las Cuatro Estaciones. Solo que en la mía, todos las partes serán inviernos: inviernos en los que se diluyó y desaprovechó al quinto ser más grande que la Patria ha parido alguna vez.
Los otros cuatro seres maravillosos que nuestra tierra ha parido son: Waqtapay Wactacuni Waqtana: la mal llamada Cacica Gaitána, la madre de todos los de estas tierras: José Antonio Galán, el bravío ciudadano que fue capaz de sobreponerse a su posición social y erigirse como el promotor de la libertad y prototipo eterno de la rebeldía que debe distinguir a un verdadero héroe; Don Antonio Nariño, el colombiano de todos los tiempos, un buen hijo, esposo fiel y abnegado, patriota digno, padre cariñoso y ser integro que de su vida no se guardó nada para sí, ni dinero, ni tiempo, ni esfuerzo; y –claro- Don Simón Bolívar el indiscutible padre de la Patria–que y si bien nació en lo que hoy es Venezuela, todo el mundo sabe que es tan colombiano como Gaitán, entre otras razones, porque los latinoamericanos somos un solo país cuyas fronteras fueron impuestas por unas cuantas familias que reivindicaban soberanía solo para tener privacidad mientras saqueaban y asesinaban al resto-.
Primer invierno: el carro rojo que jamás consigue su cometido por lo que se alarga la vida del régimen:
La primera gran oportunidad que tuvo el pueblo de vengar la muerte de Gaitán y haber hecho de la revuelta un momento de quiebre en la historia nacional ocurrió entre las 2 y 3 de la tarde y cuando el presidente Ospina Pérez, alertado del magnicidio se dirigió afanado a la sede de gobierno. Relatan algunos que en medio de la confusión un carro rojo se abalanzó sobre la carroza presidencial. Sin embargo, la destreza al volante del conductor oficial le permitió eludir la envestida y rápidamente entrar al parqueadero.
De inmediato, la puerta fue trancada y los soldados apostados afuera repelieron a los manifestantes y poco a poco, a punta de fusil y bayoneta, los fueron arriando hacia la Plaza de Bolívar. Donde -justo cuando los tuvieron al frente de donde otros como ellos, 43 años antes, “machetiaron” a Rafael Uribe Uribe, hijo benemérito de este pueblo-: los acribillaron.
La orden fue directa: ¡fuego! y las balas se deslizaron por entre los cañones para luego romper el viento y silbar mientras se incrustaban en pechos, cabezas, ojos y brazos inocentes. Algunos dicen que fueron 30, otros 40, nunca se supo porque los que recogieron los cuerpos –otros soldados rasos y simplemente instrumentos inertes de los malos- no los contaron, ¿por decidía? Quizás, pero lo más seguro: porque no sabían contar… ni leer… ni pensar.
¿Qué hubiera pasado si el carro enviste al del Presidente y éste fallece por efecto del impacto o por acción de los manifestantes que ya para entonces rodeaban el Palacio? Nunca lo sabremos, lo que sí sabemos es que normalmente un acontecimientos de este tipo en donde se le corta la cabeza a la serpiente rara vez toma el camino del retroceso, o al menos así sucedió en dos revoluciones que a continuación cito: la primera de estas un glorioso 30 de enero de 1649, cuando la desdichada cabeza de Carlos I rodó por el suelo, antes de ser levantaba y cocida en otro cuerpo para que los familiares del muerto pudieran velarlo. Y la segunda revolución, maravillosa también, se produjo un 21 del mismo mes, pero en el año de 1793, cuando Luis XVI, “el cerdo Capeto” –como le llamaban sus vasallos al rey cuando éste era devuelto con la cola entre las patas como un perro al Paris que había querido abandonar y traicionar- siente resbalar por su nuca la recién pulida, y ahora más filosa que nunca, Cuchilla Nacional –así los revolucionarios franceses apodaban a la Guillotina-.
Segundo Invierno: los tanques de la esperanza -que nunca existió- y el balazo como única reivindicación
Justo antes entrar la noche, una llovizna menor antecedió el tránsito de tres tanques del ejército que cruzaron el punto donde la carrera 7 y la calle 13 forman una cruz, era justo la hora lorquiana, es decir, las cinco en punto de la tarde. La multitud reunida en ese momento, en ese lugar, los recibió como héroes, ¿de dónde salieron algunas flores que les arrojaron? Nadie lo sabe, pero las hubo. Tampoco se sabe porque exhibían un trapo rojo, símbolo inconfundible del liberalismo colombiano.
De inmediato, algunos jóvenes armados se aperaron a los lados y se mantuvieron por lo menos cincuenta metros hasta que los hombres del teniente Carvajal los bajaron a plomo. A uno de esos muchachos lo conocí en persona en el 2012 y cuando hacía para el puntocom de la Revista Semana una nota en relación al 9 de abril -este dato es relevante porque este señor me contaría un secreto que hasta hoy los libros de historia del platanal, en su mayoría, hechos por escribanos pagos ocultan y que revelaré inmediatamente-.
—la cosa fue más o menos de esta forma –me dijo el fulano (que, además, me pidió mantener en secreto su nombre y el relato, lo primero lo haré, no es definitivo, lo segundo, sinceramente no puedo, el país necesita conocer las verdades)-: “los tanques avanzaron lentos pero seguros, si todo salía bien, en cuestión de un par de horas el Presidente estaría preso. A la altura donde termina el Colegio mayor de San Bartolomé, no obstante, se detuvieron, en el acto la escotilla del primero en la fila se abrió, y de allí surgió la humanidad del capitán Mario Serpa.
El francotirador Eduardo Vargas apostado en un techo lo observaba todo, primero con la emoción natural que le producía el hecho de recibir refuerzos -ya era conocido de todos que gran parte de la Policía Nacional, integrada por liberales de base, se había unido al movimiento gaitanista y estaban devolviendo al pueblo las armas que le pertenecían-, y después con la impotencia y la rabia que le generó el darse cuenta que esos tanques no venían a apresar al tirano sino a ayudarlo. Entonces, sin pensarlo dos veces, apuntó su escopeta y ¡pum; Serpa al infierno!: un golpe seco destruyó la mano y la cabeza de quien en ese momento hacia su saludo militar”.
¿Cómo sé que usted no me miente? -le dije al hombre que me estaba narrando el secreto-, mire que mi jefe, el profesor Victor Diusaba, es un tipo muy serio y no me va a creer cualquier tontería que le presente.
—Bueno -me respondió- esa historia fue bien conocida en el barrio Egipto donde yo y Eduardo vivíamos.
—¿Conoció usted a Vargas? -Le repliqué de inmediato-.
—Claro que sí, lo desaparecieron en el 49, era un tipo muy interesante… -y a continuación me narró una apasionante historia que mejor me reservo para otro artículo y que demuestra que, en efecto, desde el periódico El Siglo se le disparaba a la gente desarmada en el año 44-.
Tercer invierno: la duda, la infausta Plaza de Toros y los aviones sobrevolando.
La segunda oportunidad verdadera que tuvo el pueblo sucedió entre la tarde y la medianoche del mismo 9 de abril, y cuando en la plaza de toros se congregaron varios militares patriotas y valientes con algunos amigos del caudillo -muchos de estos últimos intelectuales y profesores universitarios-, todos dispuestos a marchar sobre Palacio.
Movimiento que detuvieron con argucias y maestría el rábula, Plinio Mendoza–quien horas atrás había sido el encargado de separar a Gaitán para dejarlo listo a recibir los balazos-, Carlos Lleras Restrepo y otros que en lugar de estar con el pueblo al que supuestamente se debían se fueron directamente a Palacio a negociar sus “convicciones por una porción del erario”.
-Espere que estamos parlamentando -le decían repetidamente los traidores al doctor Arriaga que representaba a los patriotas de la Plaza, hasta que, por fin, “salió el humo blanco”: -
Doctor Arriaga, doctor Arriaga al rábula lo acaban de nombrar Ministro de Gobierno y la mitad de los ministerios irán para el partido liberal –fue la última comunicación-.
Vale la pena comentar que la resistencia de la Plaza se mantuvo varias días más hasta que los aviones de la fuerza aérea los hicieron dispersar evitando así lo que hubiera sido la primera matanza en ese lugar, que de todas manera llegó ocho años más tarde y en el 56 cuando Rojas Pinilla mandó a matar decenas de personas solo porque le habían dicho fea a su hija: la doctora María Eugenia Rojas – doctora, como le decían sus seguidores años más tarde y cuando quiso ser elegida alcaldesa de Bogotá, si bien no era doctora aunque sí bien fea.
Se fraguaba así el primer frente nacional, porque ojo, es mentira también que el primer frente nacional haya sido el que urdieron Alberto Lleras Camargo y el Ovejo en Benidorm el 24 de julio del 56.
Y así llegamos al Cuarto invierno, pero ese lo dejaremos para la tercera y última parte de nuestra crónica en la que contaremos como el rábula se erige como ministro y garantiza así la continuidad del régimen condenando para siempre a Colombia a ser huérfana y seguir gobernada por los mismos infelices de siempre.
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